Gabo

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Gabriel García Márquez
Gabriel García Márquez.

Creía estar decidido a dar por terminado el encuentro y volver al apartamento. En realidad no habían motivos urgentes para hacerlo en ese instante, de hecho, si hubiera querido podría haberme quedado las horas de la eternidad que necesitara, estaba compartiendo con dos amigos de la infancia del bachillerato una calurosa tarde amenizada por múltiples cruces de ideas y discusiones alrededor de una idea de negocio que tienen en mente en cuya construcción yo oficiaba de consultor externo.

La exageración era una costumbre, tal como lo hacen los caricaturistas al destacar con pronunciados trazos de grafito las facciones más particulares de sus representados, entre nosotros solíamos llamarnos en tono burlesco y sano por las formas de ser y pensar que más nos caracterizan, en todo sentido auténtico y no tanto de la palabra; así pues, Sebastian era un cabezón, Pipe (el otro) era el tímido y yo, además de calvo, en esta ocasión resultaba ser dizque un consultor.

Antes de despedirme nos tomamos un café instantáneo que había preparado Sebastian y luego me despedí de el y Andrés. No me interesaban los planes que después de la charla entre nosotros hubiéramos podido realizar, unos años atrás eso habría sido lo que más fácilmente me hubiera cautivado, pero esta vez solamente quería regresarme.

Me acompañaron hasta la salida porque Sebastian iba a sacar a pasear a su perrita Canela y después de despedirnos por instinto lo primero que hice fue colocarme los audífonos. Durante muchos meses he tenido problemas con su duración, se dañan fácilmente y el derecho parece tener un destino divino y repetitivo de dañarse primero, es más, esta es la hora que no he visto colgar los guayos un audífono izquierdo. Caminé hasta la estación de Transmilenio de la calle 146 porque allí paraba la ruta que más rápido me llevaría de vuelta al apartamento. No tuve que esperar más de dos minutos cuando el bus con tablero B90 se había detenido en frente de mi.

Critico mentalmente a las personas que se encierran en una atmósfera bihemisférica con sus dispositivos electrónicos, ¿cómo logran aislarse del ruido, de los vendedores ambulantes, del soleado paisaje capitalino de aquella tarde y de la entrada y salida de pasajeros? Yo no puedo, escucho música la mayoría de las ocasiones pero me gusta hacer contacto visual con todas las personas, objetos y paisajes que me rodean en el trayecto. A pesar de esto, por alguna razón saqué el celular de mi bolsillo, encendí los datos móviles y me dispuse a leer mi timeline de Twitter.

La noche anterior recuerdo que un reconocido profesor de la Universidad Nacional había publicado un tweet diciendo que Colombia debía estar de luto porque Gabo había muerto. Le habían preguntado por fuentes y él no contestó, sin embargo, resultaba extraño que una figura pública lanzara semejante chiva digital porque si, no tenía sentido alguno viniendo de un académico, fieles por ejercicio a los hechos y quienes dedican muchos años de sus vidas en construir una reputación con base en sus contribuciones a la ciencia y a la sociedad.

4 de cada 4 tweets que se alcanzaban a leer por las dimensiones de la pantalla del dispositivo contenían una referencia a Gabriel García Márquez. La sospecha fue inmediata y se confirmó al leer los trinos publicados por los medios de comunicación más grande del país: Gabo había muerto.

Cada quien decide por cuales muertos llora y a cuales entierros lleva una vela. Hay personas que uno puede arriesgarse a decir que conoce sin siquiera haber tenido contacto físico con ellas, y en ese grupo encuentro a García Márquez. Conocer en este caso no hace referencia a tener la capacidad de describir y predecir la forma de ser, pensar y actuar del Nobel colombiano, ojalá hubiera tenido la dicha de exagerarle sus caprichos con tono burlesco y sano.

Conozco a un escritor por la forma en que logró influenciar mi forma de ver y conocer el mundo, la de mi familia, la de mis amigos, la de toda una nación sin fronteras ni nacionalidades que hoy evoca sus recuerdos hacia el escritor que escribía para sus amigos, un amante musical del caribe latinoamericano que logró entre líneas que miles de personas imaginaran y dibujaran en el lienzo de sus mentes las calles de Macondo o el olor a la guayaba.

A ese escritor, a quien alguna vez tuve la oportunidad de representar teatralmente en el colegio, con Sebastian y Andrés entre los espectadores, lo recordaré por siempre porque logró grabar en mármol en mi memoria que "Muchos años después, frente al pelotón de fusilamiento, el coronel Aureliano Buendía había de recordar aquella tarde remota en que su padre lo llevó a conocer el hielo", y aunque sus palabras, sus frases y su historia pueden ser reescritas por completo, los recuerdos solitarios de quienes lo llevamos presente en nuestras mentes colectivamente le pueden dar vida eterna.